FICHA TÉCNICA
- Título: Muere la materia, no el espíritu.
- Autor: José Villegas Cordero.
- Cronología: 1902-1916.
- Estilo: Simbolismo.
- Técnica: Óleo.
- Soporte: Lienzo.
- Materiales: Pigmentos, aceite, lino.
- Medidas: 200 x 300 cm.
- Ubicación: Colección particular.
CONTEXTO
HISTÓRICO-ARTÍSTICO
La obra Muere
la materia, no el espíritu de José Villegas forma parte de un complejo ciclo
de pinturas presentado en 1916 en el Palacio de Exposiciones
del Retiro de Madrid, bajo la denominación El Decálogo de la Vida, compuesto
por doce lienzos de grandes dimensiones. La idea de su realización surgió tras
la crisis de 1898. No debe pasarse
por alto la fuerte carga ideológica que llevan implícita los cuadros. Quizá,
las principales consideraciones se hayan ajustado históricamente a los planos
teológico y filosófico, debido al carácter
moralizante y aleccionador de la serie. Sin embargo, resulta interesante
tener en cuenta también otros puntos de vistas, como el literario o político,
que tanto influyeron en el resultado final de la obra.
Aunque
los primeros bocetos y encuadres fueron realizados en Roma, las obras se
desarrollaron casi por completo tras el nombramiento del artista como director
del Museo del Prado. Los contactos culturales que José Villegas mantenía en la
capital española provocaron el
replanteamiento de ciertos aspectos de los lienzos, por lo que se puede
afirmar que el periodo entre 1902 y 1916, fue clave para la evolución del
trascendental ideario de las obras. Sin embargo, debemos acusar un hecho
importante. El aspecto que presentan las obras en la actualidad no es el mismo con el que fueron
presentadas en Madrid, Sevilla y París, pues tras este periplo expositivo,
el artista modificó algunas de las pinturas entre septiembre de 1917 y agosto
de 1918, fecha en la que el pintor perdería por completo el sentido de la
vista.
Este
ciclo es el reflejo de todos los conocimientos asimilados y aprendidos por el
pintor durante toda su carrera. Las influencias del prerrafaelismo inglés y del Quattrocento italiano están claramente
visibles en algunas de estas pinturas, que pueden llegar a evocarnos las
armoniosas figuras de Filippo Lippi, Ghirlandaio o Boticelli. Sin embargo, no
se puede obviar la herencia barroca
recibida en su juventud como copista de Velázquez en el Museo del Prado. Asimismo,
pueden apreciarse ciertas reminiscencia preciosistas que nos recuerdan a la estela fortunyana, aunque ya evolucionada
y sintetizada. Villegas, resuelve los cuadros combinando grandes manchas de
color, realizadas a golpe de espátula, con depuradísimos y minuciosos contornos
detallados al milímetro a modo de miniatura.
Todas
las figuras que se presentan en El
Decálogo fueron concebidas por
Villegas originalmente desnudas. Esta no fue una decisión baladí, puesto
que fue fruto de varios años de pensamientos y desvelos del pintor. Existía la
posibilidad de vestir a las figuras con una indumentaria apropiada, con el casi
ineludible problema de caer en anacronismos o modismos, o de presentarlas
desnudas, con el correspondiente riesgo de que fuesen tachadas como indecorosas,
al tratarse de temas eminentemente cristianos. Tras grandes desvelos por este
asunto, Villegas decidió finalmente presentar todas las figuras de El Decálogo desprovistas de cualquier
ropaje. Al menos así fueron presentadas en 1916 y 1917 en las exposiciones de
Madrid, Sevilla y París.
Como
temió el pintor no fue una decisión
exenta de críticas, ya que el asunto terminó centrando el interés de
algunos clérigos como Manuel Serrano Ortega, quien tachó a las figuras de inusitada e innecesaria (…) desnudez.
Finalmente, el artista tras la exposición parisina decidió cubrir con ropajes los cuerpos de las figuras,
desconociéndose si hubo algún motivo concreto que lo llevara a tomar tal
decisión. Debido a su enfermedad no pudo
completar su objetivo, por lo que actualmente podemos ver algunas figuras
vestidas y otras desnudas.
Sin embargo, no
fue esta la única polémica en la que se vio envuelto el ciclo de pinturas,
pues también se desencadenó una acalorada disputa por la posible concepción heterodoxa de la serie, que a priori se
presentaba como una visión ortodoxa de los mandamientos cristianos. Las
opiniones a favor y en contra de las pinturas se sucedieron en la ciudad del
Guadalquivir, siendo los principales interlocutores clérigos de la iglesia
sevillana. En este sentido, habría que destacar las posturas enfrentadas
del canónigo Federico Roldán y el presbítero Manuel Serrano Ortega, defendiendo
el primero el carácter ortodoxo de la serie y el segundo la concepción teosófica de la misma.
Antes
de pasar al análisis pormenorizado de la obra habría que reparar en los propios
títulos que el pintor le otorgó a cada una de ellas. A diferencia de los
mandamientos mosaicos que parten de la premisa de la prohibición: No matarás. No cometerás adulterio. No
robarás. No pronunciarás falso testimonio contra tu prójimo. No desearás a la
mujer de tu prójimo, ni tampoco sus cosas: casas, campo, siervo o sierva, buey
o asno, ni nada de cuanto a tu prójimo pertenece; el Decálogo de Villegas opta por invitar
al espectador a adoptar una serie de valores concretos. De este modo, los
cuadros son titulados:
- Prólogo: La creación.
- I Mandamiento: Muere la materia, no el espíritu.
- II Mandamiento: Los males nos circundan y abrazan.
- III Mandamiento: Descanso.
- IV Mandamiento: Ayuda a tus padres.
- V Mandamiento: Perdona a tu prójimo.
- VI Mandamiento: Únete a la que elegiste por compañera de tu vida.
- VII Mandamiento: El trabajo ilumina el camino de la fortuna.
- VIII Mandamiento: Haz luz que salve al inocente.
- IX Mandamiento: Aparta de ti toda tentación que dañe a tu prójimo.
- X Mandamiento: Bendice el pan que produce tu fatiga.
- Epílogo: La muerte.
ANÁLISIS DE LA
OBRA
El propio artista describe la pintura del siguiente
modo:
La luz que emana
del viejo tronco del árbol de la Ciencia ilumina la sentencia: Bienaventurados los que no ven y creen. De la materia inerte el
espíritu se eleva en medio de un círculo de la luz celeste. Cuerpos de hombres
y de mujeres yacen en desorden entre los trofeos de las vanidades humanas:
coronas y diademas, perlas y plumas de pavo real, de colores resplandecientes,
se disipan en humo. La Diana de Éfeso, símbolo de la tierra, pesa sobre todas
estas cabezas humeantes. La Muerte, viendo que todo lo creado, salvo el
espíritu, se transforma y desaparece, contempla con una sonrisa de mueca el
círculo simbólico de la Eternidad, animado de un vertiginoso movimiento de
rotación.
El
primer mandamiento del Decálogo es
uno de los más controvertidos y discutidos
por su riqueza simbólica. Si atendemos a la disposición original de los
mandamientos cristianos, el primer precepto correspondería a Amar a Dios sobre todas las cosas, sin
embargo, el lienzo que presenta Villegas puede resultar demasiado ambiguo o impreciso para tal consigna. Según
algunos críticos, la mujer vestal
que aparece en el centro de la obra, no sirve para evocar el amor a Dios, ya
que la tradición iconográfica cristiana jamás había adoptado este símbolo como
identificativo de la Divinidad. Para Federico Roldán, defensor del carácter
ortodoxo de la serie, esta representación viene a ser el ejemplo de todo
cristiano, pues ha eludido todas las
distracciones que la rodean, consiguiendo no anteponer nada sobre Dios.
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Alegoría sobre el Árbol de la Ciencia. |
La
etérea mujer, vestida de blanco, entrecruza sus brazos en el pecho formando una
equis. Su incorporeidad es manifiesta, por lo que entendemos que es una alegoría o un espíritu, que eleva
el alma hacia el plano celestial. El rostro iluminado por la cálida luz sagrada
nos indica la condición mística de la representada. Quizás, estemos ante la alegoría de la Moralidad, que sirve
como síntesis de las Siete Virtudes Cardinales. En cualquier caso, no debemos
obviar el símbolo que sirve como pedestal de este misterioso cuerpo. La
trascendencia del alma pasa por el filtro del Árbol de la Ciencia, cuyas ramas parecen enmarcar el tránsito de la
misma, por lo que el intelecto también
es de vital importancia en este proceso divino. Un lema subyace del arco de
fuego que brota del propio árbol: Beati
qui viderunt…crediderunt.
El
símbolo más controvertido de toda la serie se encuentra en la zona inferior
izquierda de esta obra. Vemos una
serpiente que muerde su propia cola, generando una perfecta circunferencia,
lo que tradicionalmente se ha usado como alegoría de la Eternidad. Sin embargo, si observamos con detenimiento la versión original,
recogida en El Décalogue, podemos
apreciar que dentro de dicho círculo había inscrito un triangulo. Actualmente,
esta forma aparece muy difuminada, debido a las restauraciones posteriores. De
la boca de la serpiente surgen siete pequeñas llamas de distintos colores –
rojo oscuro, rojo, naranja, amarillo, azul verdoso, azul y morado –, que
ascienden longitudinalmente. La simbología de dichos colores puede estar
relacionada con los preceptos de Charles
Webster Leadbeater. Las analogías de este símbolo con el emblema de la sociedad teosófica han sido analizadas por
algunos estudiosos que han tratado el tema.
Un esqueleto,
símbolo inequívoco de la muerte, retroalimenta el círculo místico de la
eternidad, pues aunque la materia muere
no puede evitar que el espíritu escape de sus garras. La inclusión de este
símbolo, tan arraigado en la cultura barroca, enlaza con lo representado en la
zona inferior izquierda, una suerte de vanitas,
que nos puede recordar a la obra de Valdés Leal.
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Muerte y Eternidad. |
Hasta
cinco personajes podemos intuir entre la incesante combustión purificadora. Si en el centro del lienzo prima un
ambiente sereno, alentador y consolador, en esta zona se atisba la
desesperación, el fracaso y la derrota. Las actitudes que adoptan los
representados son dispares. Algunos se retuercen, intentando inútilmente
salvarse, y otros se resignan a su destino intentando disfrutar hasta el último
aliento. Sabemos que los cuerpos han empezado el proceso de desintegración, ya
que podemos observar una extraña
humareda brotando de las cabezas de los
fallecidos. La naturaleza de los pecados de los condenados tinta el humo de
diferentes tonalidades. Puede ser una forma del pintor de darnos información acerca de la condición
espiritual de los mismos.
El
personaje que más nos llama la atención es el que se sitúa tendido hacia el
suelo. No podemos verle el rostro, ya que, ha
caído sobre el libro de las ciencias ocultas, quizás buscando el secreto de la eternidad, pues extiende
en vano su brazo derecho para intentar tocar el símbolo de dicha alegoría. Como
cabe esperar, no lo consigue y cae fulminado sobre las páginas abiertas del
tomo. El humo, que asciende ramificándose hacia el cielo, adquiere una
tonalidad verdosa agrisada, lo que
nos habla, según Leadbeater, de una naturaleza entregada al engaño, la falsedad y la astucia.
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Hombre que no alcanza la Eternidad. |
La
pira de intensos colores se incrementa con la tonalidad azul agrisada que toma el humo del segundo de los caídos. El pintor
nos indica así un marcado sentimiento
religioso enturbiado por el miedo. Esta apreciación puede resultar más
redundante, pues el hombre sostiene en su mano derecha un pedestal dorado, del
que sale evanescente una alegoría de la
victoria. Las riquezas y triunfos de las que disfrutó en vida, adulando falsas deidades, se disipa tras la
muerte.
Un
tercer cuerpo, en este caso femenino, se puede intuir en la zona más próxima al
vértice inferior derecho. Se trata de una mujer adinerada, que ha sucumbido a los placeres banales y
superficiales de la vida. Collares de perlas, joyas de oro y hasta un pavo
real, yacen bajo su cuerpo. El humo se vuelve esta vez de color naranja, indicándonos el orgullo y la ambición de la
retratada.
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Cuerpos evanescentes. |
Sobre
ella, vemos las dos únicas figuras que permanecen
con vida, aunque todo indica que estamos presenciando su certera agonía. La pareja se funde en un último beso, esperando su inexorable
destino. Aun, queda hueco para alguna alegoría más, como la cabeza estatuaria
de Diana de Éfeso, símbolo de la tierra. La tradición cristiana y tradición pagana son inseparables en los
preceptos del artista.
En
definitiva, el lienzo destaca por su gran sentido
alegórico, que adquiere mayor dimensión si atendemos al ideario teosófico. Entre
la vorágine cromática, todavía, podemos buscar algunos mensajes más. El humo
terrenal que emerge hacia las alturas se vuelve violeta, lo que nos habla de una
espiritualidad desarrollada y una devoción afectuosa. El alma pura, en la
que Roldán quiso ver el espíritu
celestial de los orantes de las Catacumbas, se eleva sobre todo lo demás
rodeada de un acusado fulgor amarillento
con toques azafranados, símbolo de la intelectualidad
y del entendimiento claro. Las últimas reformas que Villegas acometió en la
serie no afectaron a este primer mandamiento, que solo acusa la pérdida del
triángulo inscrito en la alegoría de la eternidad, pero como ya se ha indicado,
ha sido fruto de restauraciones posteriores.
BIBLIOGRAFÍA Y
WEBGRAFÍA
CAPARRÓS
MASEGOSA, Lola: Prerrafaelismo,
simbolismo y decadentismo en la pintura española de fin de siglo. Granada,
1999.
CASTRO
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GUICHOT
Y SIERRA, Alejandro: Los jeroglíficos de
la muerte de Valdés Leal y el Decálogo de la vida de Villegas Cordero. Una
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Sevilla, 1932.
LÓPEZ DE SOLÉ Y MARTÍN DE VARGAS, Francisco: El Decálogo de la Vida, Sevilla, 1996.
LÓPEZ DE SOLÉ Y MARTÍN DE VARGAS, Francisco: El Decálogo de la Vida, Sevilla, 1996.
PÉREZ
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ROLDÁN,
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decálogo de Villegas. Sevilla, 1917.
VILLEGAS
CORDERO, José: El Decalogue. París,
1917.
José Antonio Castel
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