Reseña de la exposición del Museo del Prado (Madrid)

Una vez más, La Cámara del Arte ha visitado la gran pinacoteca española, el Museo del Prado, esta vez para acercarnos a la obra religiosa en la trayectoria artística del pintor romántico Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina (1806-1857). La muestra, que permite acercarse a una interesantísima parte del extenso fondo de pintura del siglo XIX que el Museo del Prado atesora en sus depósitos (y del que se exhibe menos del 10%), permanecerá abierta en la sala 60 de la planta baja del Edificio Villanueva hasta el 20 de enero de 2019.
Esta
pequeña exposición se articula en torno a 3 grandes obras recientemente
restauradas y que por primera vez pueden contemplarse juntas, permitiendo una
lectura holística de la producción religiosa de Esquivel y una relectura de las
claves estilísticas de la pintura religiosa del Romanticismo, en la que los
maestros sevillanos del Barroco ejercieron una influencia decisiva. Veámoslo.
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La caída de Luzbel. Antonio María Esquivel, 1840. Museo Nacional del Prado. |
Sabemos
además que para Esquivel esta fue una pintura importante, ya que empleó un
tejido duro, costoso y resistente. El propio soporte, pues, constituye una
metáfora: el Bien no es frágil, sino eterno; aun puesto a prueba, resiste los
embistes del maligno.
Lo
cierto es que esta obra tiene además un importante componente autobiográfico.
Esquivel había sufrido en 1839 una ceguera temporal que habría de sumirlo en
una profunda depresión, llegando al punto de intentar quitarse la vida
arrojándose al Guadalquivir. Ante la dramática situación, los colegas del Liceo
de Madrid (entre los que se encontraban su amigo el literato José de
Espronceda, del que Esquivel realizó un retrato incluido en la exposición)
organizaron diversas actividades encaminadas a sufragar una operación de córnea
para el pintor. Esta “campaña de crowfounding” tuvo éxito, y Esquivel recuperó
la vista al año siguiente. Como signo de gratitud, el artista donó el cuadro al
Liceo.
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El escritor José de Espronceda. Antonio María Esquivel, h. 1842-1846. Museo Nacional del Prado. |
Esquivel
eligió también como soporte un lienzo tupido de gran calidad para El Salvador,
obra casi desconocida que permaneció expuesta en la Lonja de Palma de Mallorca
hasta 1964. Por las pésimas condiciones de transporte y almacenamiento que
sufrió el pasado siglo, los restauradores del Museo del Prado se encontraron
con una labor más ardua para recuperar esta obra con la máxima fidelidad. Hoy
podemos disfrutarla en todo su esplendor.
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El Salvador (antes de la restauración y después de ella). Antonio María Esquivel, 1842. |
Esta
magnífica pintura es deudora del estilo del maestro barroco Bartolomé Esteban
Murillo (1618-1682), pero las diferencias en el tratamiento anatómico de las
carnaciones nos hablan de Esquivel como un verdadero experto en este campo. En
efecto, a él debemos la elaboración, en coautoría con su hijo, del Tratado de
Anatomía Pictórica, manuscrito conservado por la Biblioteca del Museo del Prado
que incluye 18 litografías y que sirvió como manual de referencia para docentes
y artistas de la Academia de Bellas Artes; también se expone temporalmente en
nuestra muestra. Antonio María Esquivel tuvo, de hecho, una formación académica
que se manifiesta en la realización del torso de Cristo triunfante según los
postulados de la técnica de los escultores antiguos.
El
tratamiento de los paños sigue esta tendencia clásica, aunque con mucha mayor
profusión de calidades texturales y con una intensidad cromática que hace
destacar la solidez del cuerpo de Jesús sobre el fondo oscuro. La gran cruz de
madera que sostiene sin esfuerzo en su mano izquierda mientras bendice con la
derecha, es el símbolo de la Salvación, pues es el instrumento de su
sacrificio; emerge precisamente de la oscuridad de la muerte como signo de
esperanza en el Redentor. Para reforzar esta idea se sitúa en lo alto, en
segundo plano, el foco de luz material y simbólica del cuadro: una
representación de Dios Padre como un anciano que mira a Cristo y la paloma como
alegoría del Espíritu Santo.
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La Virgen María, el niño Jesús y el Espíritu Santo con ángeles al fondo. Antonio María Esquivel, 1856. |
La
tercera obra, también grande en tamaño e importancia, representa a la Virgen
María con Jesús niño rodeados de la corte angélica coronada por el Espíritu
divino. El rico cromatismo, apreciable gracias a la limpieza de barnices que se
ha llevado a cabo, permite apreciar los efectos lumínicos que provoca la
colocación de la fuente de luz en la representación alegórica del Espíritu
Santo. Esta aura dorada, que se acentúa alrededor de la cabeza del Niño Jesús
sugiriendo un nimbo crucífero, baña el espacio celestial repleto de angelitos
de clara influencia murillesca. Se funde así el espacio de lo divino con la
sencilla representación de una joven madre con su pequeño que parecieran posar
para el espectador sobre un simple banco de madera, evidenciando el misterio de
la Encarnación de Cristo. La joven Virgen María aparece velada, con la típica
bicromía que nos habla de la humanidad revestida de gracia; esta convención se
invirtió con el paso de los siglos, ya que en origen la túnica habría de ser
azul (humanidad) y el manto rojo (divinidad). Sujeta al niño Jesús, de
facciones dulces y delicadas, que a su vez sostiene una pequeña cruz que
anticipa su misión y destino, permitiendo al fiel una lectura más profunda de
tan entrañable escena.
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Autorretrato. Antonio María Esquivel, h. 1856. Museo Nacional del Prado. |
Queremos
cerrar nuestra reseña destacando la adecuación del espacio expositivo
habilitado por el Museo del Prado, cuyas paredes color salmón e iluminación mediante
focos bañadores permite una visualización óptima de estas obras de gran formato
a la vez que destaca la potencia expresiva de las figuras y sus colores, con
todo su esplendor.
Fotografías: © Museo Nacional del Prado
Fotografías: © Museo Nacional del Prado
María del Camino Viana
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